Las deudas (no) son sagradas

El miércoles pasado estuve en una de las sesiones de acogida que organiza la PAH aquí en Sevilla. Habría más de treinta personas, y muchas de ellas se encuentran justo en ese momento en el que tienen que afrontar la decisión de dejar de pagar. Con una hipoteca de 500, 700, 1200 euros, y unos ingresos claramente inferiores, o que no les dejaría dinero alguno para vivir. Para comer, para vestirse, para pagar las facturas. Muchas conversaciones giraban sobre ese punto. Algunas personas, que llevan ya varios meses o incluso más de un año sin pagar, comentaban a los demás que ellos habían pasado por ese conflicto, ese dilema; que habían tomado la decisión de no pagar absolutamente nada. Dar el paso resulta siempre muy complicado, pero luego mucha gente dice que es de las mejores decisiones que han tomado. El testimonio es parecido cuando hablamos de gente que ha decidido ocupar una vivienda vacía. Y es que la ley da miedo, pero al incumplirla descubrimos que a veces la ley es un muro que nos separa de una vida un poco más digna.

Nos dicen: la ley es la ley, y hay que respetarla. Las deudas son las deudas, y hay que pagarlas. Hay un trasfondo casi mágico detrás de eso, una idea de sometimiento. Obligación procede del latín ob ligare, «atar a». Inicialmente, el deudor respondía con su persona para garantizar el pago. Casi como ahora, de nuevo, porque echar a alguien de su casa es destruirla en parte. Firmar una hipoteca en los tiempos de la burbuja inmobiliaria ha resultado tener algo de hechizo de vudú. Pero también es cierto que, con el apoyo colectivo, muchas personas están plantando cara. Dejan de malvivir, aprenden a sobrevivir y a tener de nuevo la esperanza de vivir a secas.

Tenemos muy inculcada la idea de que las deudas son sagradas. Se ha transmitido entre generaciones: muchas personas afectadas que se suman a la PAH o acuden a los puntos de vivienda del 15M lo comentan. Les decían: «hijo, hija, las deudas hay que pagarlas como sea». Recordemos las palabras de Cospedal sobre elegir entre comer y pagar la hipoteca. Se trata de eso, al fin y al cabo. No hacerlo, dicen, pone en peligro «la estabilidad del sistema financiero». Y, más allá de eso, te marca, te avergüenza. Es un fuerte elemento de control que este sistema ha sido capaz de establecer. Nos han inculcado una cultura que hace que cada cual haga lo que sea con tal de pagar la hipoteca: malviva, elimine gastos que son necesarios para llevar una vida digna, re-negocie los pagos con el banco, acepte dos años de carencia y acabe siendo víctima de una auténtica estafa. Un desahucio es violento, pero lo peor es que en un primer momento es cada persona la que se reprime, la que ejerce violencia sobre sí misma.

Pero ninguna hipoteca merece tanta pena, tanto sacrificio. El mecanismo es una estafa. Basta ver que las deudas que hay que pagar sí o sí son las de los débiles, mientras que los 36.000 millones de ayuda a los bancos -por poner un ejemplo- ya veremos de dónde salen. Hay que desmontar esa idea de que las deudas son sagradas, de que si no pagamos nos señalarán por la calle y nos caerá un rayo del cielo. En la reunión de la PAH pude ver que eso está pasando. Impulsados por la imposibilidad real de pagar, por la necesidad de vivir, luchando contra las ideas que se les ha inculcado desde pequeños, mucha gente deja de ingresar las cuotas de la hipoteca. Entonces sucede una cosa curiosa: comienzan a ser un problema para el banco, y el banco se sienta por fin negociar, nunca antes. Y de repente hay un poco más de dinero para pagar esas cosas básicas que cualquiera necesita para vivir; y quién sabe si incluso disfrutar un poco de la vida, porque no somos mártires y tenemos derecho a ello, porque ya hemos sufrido bastante.

La enorme ironía es que mientras tratemos de ser buenos súbditos que pagan puntualmente sus deudas con el banco a costa de todo lo demás; es decir, mientras hacemos todo lo posible por hacer lo que dicen que esperan de nosotros, el banco va a ser una puerta cerrada. Si vamos a decir que tenemos problemas, nos van a decir simplemente que aguantemos y que hagamos todo lo que podamos para saldar la deuda. No nos van a ayudar; por el contrario, cualquier «solución» que nos ofrezcan va a consistir en apretar un poco más la cuerda que nos ata. Cuando dejamos de hacer lo que teóricamente es correcto es cuando surge la esperanza de encontrar una solución. Nos costará muchísimo, sangre y sudor y lucha. Duras negociaciones en las que es bueno tener en cuenta los consejos de aquellos que tienen experiencia en esta guerra. Pero por primera vez en mucho tiempo se abre una ventana y entra un poco de aire fresco de la calle.

Y todo esto que ocurre entre el banco y la persona hipotecada es lo mismo que sucede colectivamente cuando hablamos de deuda pública. Del mismo modo que el marco jurídico español favorece a los bancos, el sistema europeo favorece a los grandes capitales y a las entidades financieras, que reciben dinero barato del Banco Central Europeo y que luego prestan con mayores intereses a los Estados. También aquí tenemos esa disyuntiva entre comer y pagar la hipoteca, que se llama artículo 135 de la Constitución Española, introducido en 2011 por PSOE y PP, y que establece la preferencia absoluta del pago de la deuda pública sobre cualquier otro gasto. Nos enfrentamos a una deuda inflada artificialmente, seguramente ilegítima al menos en parte y, más aún, imposible de pagar. Como cada familia hipotecada, es el momento de que nos planteemos, como pueblo, que la deuda externa española nos está destrozando la vida y que ahora toca ir a decirle al señor banquero que de hoy en adelante vamos a dejar de pagar. Y que negociemos.


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3 comentarios en “Las deudas (no) son sagradas

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